sábado, 11 de mayo de 2013

El Espíritu Santo, regalo de Dios a los hombres.


          El Espíritu santo con su gracia es el primero que nos despierta a la fe y nos incita a la vida nueva. “Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3), nos indica en una de sus páginas nuestro catecismo. Es precisamente la que se refiere a la comunicación del Espíritu Santo a los fieles, produciendo en ellos un nuevo estado, el estado de gracia con todo el cortejo de actitudes operativas, los dones y frutos espirituales, con que esa animación divina enriquece a las almas.

          El Espíritu Santo ha ocupado en los documentos del Concilio una posición de honor, la que Él se merece; suficiente ahora una cita: “Cumplida la obra que el Padre había confiado al Hijo sobre la tierra, el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo para santificar de forma continua a la Iglesia, y para que de esta suerte los creyentes tuvieran, por medio de Cristo, acceso al Padre en un solo Espíritu.


          El Espíritu Santo es Dios de Luz y con su Omnipotencia puede cambiar nuestras oscuras tinieblas en radiante iluminación.
El Espíritu Santo es Dios, Manantial Comunicador de Vida divina y por lo mismo puede participarnos la vida de Dios de manera abundante.
El Espíritu santo es Dios y puede consolarnos en nuestras penas y tribulaciones, como solamente  puede hacerlo Dios mismo.

          Este es el Espíritu que da la vida, una fuente de agua que brota hasta la vida eterna; por medio de Él el Padre devuelve la vida a los hombres, muertos al pecado, para que un día resucite Cristo en sus cuerpos mortales. El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo.
Él guía a la Iglesia hacia toda la verdad íntegra, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones, carismas y frutos.
Este Espíritu que habita en plenitud la persona de Jesús, lo hace durante su vida terrestre tan atento a las alegrías de la vida cotidiana, tan delicado y persuasivo para enderezar a los pecadores por el camino de una nueva juventud de corazón y de espíritu.

          Es el mismo Espíritu  que animó a la Virgen María y a cada uno de los santos.
          Es este mismo Espíritu el que sigue dando aún a tantos cristianos la alegría de vivir cada día su vocación particular en la paz y la esperanza que sobrepasa los fracasos y los sufrimientos.

Fuente: La obra del Espíritu Santo





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