El Espíritu
santo con su gracia es el primero que nos despierta a la fe y nos incita a la
vida nueva. “Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! sino por influjo del
Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3), nos indica en una de sus páginas nuestro
catecismo. Es precisamente la que se refiere a la comunicación del Espíritu
Santo a los fieles, produciendo en ellos un nuevo estado, el estado de gracia
con todo el cortejo de actitudes operativas, los dones y frutos espirituales,
con que esa animación divina enriquece a las almas.
El Espíritu
Santo ha ocupado en los documentos del Concilio una posición de honor, la que
Él se merece; suficiente ahora una cita: “Cumplida la obra que el Padre había
confiado al Hijo sobre la tierra, el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu
Santo para santificar de forma continua a la Iglesia, y para que de esta suerte
los creyentes tuvieran, por medio de Cristo, acceso al Padre en un solo
Espíritu.
El Espíritu
Santo es Dios de Luz y con su Omnipotencia puede cambiar nuestras oscuras
tinieblas en radiante iluminación.
El Espíritu
Santo es Dios, Manantial Comunicador de Vida divina y por lo mismo puede
participarnos la vida de Dios de manera abundante.
El Espíritu
santo es Dios y puede consolarnos en nuestras penas y tribulaciones, como
solamente puede hacerlo Dios mismo.
Este
es el Espíritu que da la vida, una fuente de agua que brota hasta la vida
eterna; por medio de Él el Padre devuelve la vida a los hombres, muertos al pecado,
para que un día resucite Cristo en sus cuerpos mortales. El Espíritu Santo
habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo.
Él
guía a la Iglesia hacia toda la verdad íntegra, la unifica en la comunión y en
el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones, carismas y frutos.
Este
Espíritu que habita en plenitud la persona de Jesús, lo hace durante su vida
terrestre tan atento a las alegrías de la vida cotidiana, tan delicado y
persuasivo para enderezar a los pecadores por el camino de una nueva juventud
de corazón y de espíritu.
Es
el mismo Espíritu que animó a la Virgen
María y a cada uno de los santos.
Es
este mismo Espíritu el que sigue dando aún a tantos cristianos la alegría de
vivir cada día su vocación particular en la paz y la esperanza que sobrepasa
los fracasos y los sufrimientos.
Fuente: La obra del Espíritu Santo
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